El negocio amenaza con matar al fútbol

Marcelo Parrilli, diputado porteño.

El 6 de agosto de 1942 se jugó “el partido de la muerte”. Ese día, los ex jugadores del Dínamo de Kiev, integrando un improvisado equipo al que llamaron FC Start, derrotaron, humillando, futbolísticamente, al Flakelf, formado por pilotos de la Luftwaffe.

Los jugadores ucranianos no cedieron a las presiones previas de los nazis para que perdieran el partido, ni hicieron el saludo nazi al comenzar el encuentro.

Así jugaron el único partido de la historia “que no se podía perder”… y lo ganaron.

En los días siguientes, muchos de ellos fueron apresados y confinados en campos de concentración, varios fueron fusilados durante el curso de la guerra.

Cito un ejemplo histórico y límite para alejar rápidamente al fútbol -el deporte más hermoso y solidario, el que condensa habilidad, belleza y rebeldía, y es motivo de las más grandes alegrías del pueblo- de algo que es totalmente ajeno: el negocio del fútbol, ese que vemos casi todos los días.

Ese mismo negocio que en los últimos tiempos ha golpeado de manera brutal y casi cotidiana a River, mostrando lo que algunos llaman “violencia en el fútbol”, que no es otra cosa que el reflejo más grotesco de la lucha por quedarse con el negocio.

Ese negocio que destruye al fútbol tiene varias vertientes. La principal es un sistema político, económico y social que privilegia la ganancia por sobre cualquier cosa.

En ese marco aparecen los dirigentes políticos, sindicales y deportivos que utilizan la enorme convocatoria popular del fútbol para su beneficio personal. El eterno Grondona al mando de la AFA es un claro exponente.

Completan el cuadro la corrupción, la complicidad en el aparato policial y judicial con esos dirigentes y los llamados barrabravas, “soldados” de esa estructura de corrupción, enriquecimiento personal y saqueo de los clubes.

Pongo al final a los barras porque en la cadena de corrupción y violencia, al contrario de los que muchos quieren hacernos creer, son el eslabón más débil.

En países en donde el fútbol tiene también gran convocatoria popular, como Brasil, Chile o Uruguay, o bien no existen barras bravas o, como ocurrió en Inglaterra con los hooligans, fueron desmanteladas por el aparato policial.

Aquí sucede lo opuesto: día a día acumulan más poder. Argentina es el único país en donde tienen un nexo directo, sustancial, con dirigentes políticos y/o sindicales que las protegen y financian. Obviamente, esa protección no es desinteresada: lo hacen porque los barras que vemos los fines de semana en la cancha están de lunes a viernes en los sindicatos o los locales de los punteros de los viejos partidos.

Los barras han sido clave para ganar elecciones internas en sindicatos y partidos políticos tradicionales al compás de golpes y cadenazos y, como lo demuestran casos como el de los trabajadores del Casino porteño, el Hospital Francés y hace poco el de Mariano Ferreyra, juegan ya desde hace tiempo un rol decisivo en la “tercerización” de la represión al movimiento obrero y popular que utilizan tanto la burocracia sindical como los gobiernos de turno, entre ellos el de Cristina Kirchner.

Por eso es fundamental continuar la lucha contra la burocracia sindical y a la vez seguir construyendo una alternativa política de los trabajadores y el pueblo, con una gran democracia interna, para enfrentar esos aparatos.

Entretanto, en el ámbito del fútbol, es indispensable la participación de todos los asociados y simpatizantes en la vida política, social y deportiva de los clubes: participar en las asambleas y elecciones internas, controlar a los dirigentes y llenar de democracia esas estructuras que ahora solo sirven a los mercaderes del fútbol y la política.