Lo que oculta el discurso sobre el “contrato moral” Corrupción, democracia y capitalismo
El debate sobre la corrupción se instaló nuevamente en la política argentina. El programa de Lanata logró transformarse en el epicentro mediático del fenómeno, con 23 puntos de rating. La denuncia de la corrupción fue consigna central de las manifestaciones del 13S, el 8N y el 18A, que extendía su cadena equivalencial, parafraseando a Laclau, a la exigencia de libertad, república y democracia. Lázaro Baez, Ricardo Jaime, Amado Boudou, Schiavi, hasta llegar al mismo Néstor Kirchner son algunos de los nombres más citados. La corrupción es inapelable. Igual que la demanda de seguridad, es instintiva, inopinable, primaria, voraz en la exigencia de responsables en un país, paradójicamente, que la tiene como habitual en todos los órdenes de la vida cotidiana. La corrupción es patrón de las grandes ligas políticas. Desde la época de la independencia nacional se la esgrime como plataforma política. No hay nada nuevo. Pino Solanas acaba de describir su acuerdo político con Lilita Carrió y la UCR como “una transversal ética que reúne a los ciudadanos honestos con valores y principios”, haciendo de la lucha contra la corrupción el eje de su perspectiva política, es decir transformando el reclamo de transparencia y apego a la ley en un programa político acabado. Algunos dirigentes de la oposición creen que la política se reduce a realizar denuncias y presentaciones judiciales para salir en TV. En el lado del oficialismo, por el contrario, o se cree que las denuncias son puras mentiras orquestadas por el grupo Clarín o simplemente la consideran un mal menor en el camino de lograr la quimera del desarrollo de una burguesía nacional. ¿Por qué se genera?, ¿es un mal endémico que está en la naturaleza del ser nacional?, y ¿cómo combatirla?
Corrupción y capitalismo
A diferencia de lo que esgrimen los publicistas de la oposición conservadora, la corrupción no es un fenómeno nuevo ni exclusivamente peronista, que habría comenzado con el menemismo y que permanece en su continuidad kirchnerista. Desde los dientes de leche, el capitalismo argentino se desarrolló mediante el fraude y el despojo, en primer lugar de tierras, pero también de cargos públicos. El fraude electoral de principios de siglo, la feudalización de caciques bajo relaciones cuasi patrimonialistas en las provincias bajo un régimen seudo federal, hasta el auge de los modernos proveedores de insumos al estado y su multiplicación con la privatización de servicios públicos, concesiones y contratistas de obra pública. Las grandes empresas respetables que hoy claman contra la corrupción de la “lumpenburguesía kirchnerista”, han comenzado de manera similar, desde los años 70, mediante el negocio de las contrataciones de obra que se dio en llamar la “patria contratista”. Franco Macri por ejemplo armó su emporio asociándose a Fiat para la explotación del negocio y transformándose en tiempo record en la principal contratista del estado. En el caso de los Agnelli, estuvieron acusados en Italia de relación con la logia P2 y de tráfico de armas a Medio Oriente. Por supuesto que para eso tuvo que aportar a los partidos políticos de manera ilegal, por lo que también se le abrieron causas en la península. La relación de Fiat con Mussolini es ya conocida.
Centrales termoeléctricas, miles de kilómetros de caminos, represas, puertos, viviendas, plantas industriales, una gran parte de la infraestructura se realizó, desde los 60 y 70 bajo el régimen de la contratación que en todos los casos implicó licitaciones arregladas, coimas, sobornos escandalosos, sobrefacturación y políticos cómplices. Se le sumó luego el subsidio por prestación de servicio. El sistema ferroviario actual es la máxima expresión de este capitalismo prebendario en el que comenzaron a participar desde los años 90 los mismos dirigentes sindicales, vueltos patrones y explotadores de sus propios trabajadores, ahora bajo la modalidad de cooperativistas o terciarizados. Quizá el caso más emblemático de todos los tiempos haya sido el de Yacyretá, que multiplicó por diez el valor original. Roggio, Pescarmona, Pérez Companc son otros tantos nombres de aquella patria contratista que hizo fortunas mediante escandalosas obras públicas con licitaciones arregladas.
La corrupción es un fenómeno generalizado bajo las relaciones de producción capitalistas, aunque puede variar de país en país por diversos motivos. En EEUU, por ejemplo, el caso de Lockheed es bien conocido y figura en 33 casos de corrupción, hasta una falsificación de una prueba nuclear no realizada. En los últimos doce años, 30 de los 43 mayores contratistas federales acumularon más de 400 cargos y debieron pagar multas e indemnizaciones por más de US$ 3.400 millones por fijación de precios, pruebas falsas, polución, pago de sobreprecios, violación de leyes de exportación, ocultamiento de defectos de los productos y de información financiera al gobierno. Igual que aquí en la estación de Once, hubo allí muertos y heridos producto del “ahorro de costos”. Sin embargo esas empresas acaparan, entre todas, más de 4 de cada 10 dólares de las compras federales (Clarín, 12-05-2012). Cuando se los descubre, las grandes corporaciones se declaran culpables y pagan una multa para seguir en el negocio… hasta la próxima vez. El Banco Mundial calcula en un billón de dólares anuales los sobornos que pagan las empresas a funcionarios gubernamentales, sin tomar en cuenta el fraude del sector privado. La Unión Europea calcula en 1,3 billones de dólares anuales los ingresos que se pierden anualmente por evasión o elusión fiscal (Astarita, 2013).
Pero naturalmente los casos de corrupción pueden ser más numerosos en países con bajas regulaciones y controles, países de la periferia capitalista como en América latina, África y Asia. Las grandes corporaciones, en busca de ganancias extraordinarias corrompen en su propio beneficio no a tal o cual personaje sino a la médula del Estado, países como Camerún o Nigeria sufren procesos de centrifugado del poder por los altos niveles de corrupción, en muchos otros la estructura legal está profundamente debilitada. Las corporaciones que explotan recursos naturales además de promover guerras étnicas, utilizan el bandidaje y la criminalidad, a veces mediante ejércitos privados, como sucede también en Colombia y otros países de América latina y terminan carcomiendo las estructuras estatales y de la sociedad civil. Estructuras débiles y fragmentadas sólo logran mantenerse unidas por medio de dictaduras personalistas que acaparan los negocios en el entorno familiar. En 2010 un fiscal de la Corte Penal Internacional acusó a Omar al Bashir, presidente de Sudán, de esconder en bancos británicos 9.000 millones de dólares. Uno de los casos extremos es el de Omar Bongo, Presidente de Gabón por cuatro décadas, fallecido en 2009. El ‘el sistema Bongo’ se caracterizó por el abandono de carreteras, escuelas y hospitales en beneficio de las 66 cuentas bancarias de la familia Bongo. Mobutu en Zaire, Mugabe en Zimbabwe, son algunos de los tantos casos de enriquecimiento personal, y en todos los caos las multinacionales son los artífices de las maniobras de fraude, generación de deudas odiosas, elusión fiscal y corrupción de funcionarios.
Los orígenes del capitalismo no fueron distintos, el cercado de los campos que relata Marx en El Capital mediante métodos violentos, el fraude, la bolsa londinense como principal inversor de la piratería en el Atlántico (Ver el interesante libro de Silberstein Piratas, Filibusteros, Corsarios y Bucaneros), las guerras de saqueo colonial en el oriente. Pero el fenómeno de la corrupción no fue exclusividad de los orígenes. En la actualidad el circuito ilegal forma parte del sistema financiero mediante mecanismos de lavado y elusión fiscal.
En fin, el capitalismo, al promover la competencia entre capitales individuales mediante la lucha libre en el mercado y por eso mismo reclamar un aumento constante de la ganancia a riesgo de perecer en esa lucha, y además, al promover una forma de vida ligada al consumo, el lujo y el status social y medir el valor personal con la vara del dinero contante y sonante, se transforma en la causa fundamental de la corrupción, entendida como “el mal uso del poder público para beneficio personal, poniendo énfasis en los sobornos a los funcionarios o en la malversación de fondos públicos”.
Por supuesto que el capitalismo, una vez puesto a andar, se desenvuelve mediante mecanismos económicos “normales”, por ello se trata de un movimiento de acumulación regido por una lógica económica (no política), cuyas leyes objetivas Marx intentó develar en El Capital, Pero como la sombra al cuerpo, el impulso a sacar ventajas extraordinarias mediante formas ocultas acompaña a la cara legal. El caso de los capitales que han llegado tarde al reparto es más evidente, pues su situación de debilidad relativa los fuerza a apelar a cualquier método extra económico para desplazar a otras fracciones. Pero esto no es exclusividad de los pequeños capitales, pues las grandes firmas están también en el corazón de esta operatoria. La corrupción facilita la transferencia de una cuota parte de la plusvalía total hacia otras fracciones del capital y también del trabajo hacia el capital, por ejemplo mediante el mal uso o la evasión de impuestos. Aunque el sentido común mediático pretende hacer del funcionario público y el gobernante la fuente del acto de corrupción, ocultando el papel nuclear del capitalista, el cohecho nace de la pulsión del capital por la apropiación de mayores cuotas de plusvalía atizado por la guerra competitiva. El ejemplo de Rusia y otros países del este es paradigmático, pues allí florecieron las mafias cuando el poder del colectivismo burocrático se extinguió y se abrieron oportunidades para una acumulación originaria privada. Lo mismo sucede en la China actual con los directivos, que aspiran a transformarse en dueñas de las empresas. Los países centrales, donde los estados poseen una mayor capacidad de control, exportan, por decirlo de alguna manera, el proceso ilegal de acumulación, cuya máxima expresión son los paraísos fiscales. Allí se capta dinero blanqueado de las industrias ilegales, como la venta de armas, el juego, la droga y la prostitución. El dinero va y viene de un circuito al otro y por supuesto son los bancos los encargados de lavarlo. Según Astarita, se calcula que unas 120.000 empresas y trusts están en paraísos fiscales. “De acuerdo a Tax Justice Network, una organización con sede en Gran Bretaña, personas adineradas, hacia finales de 2010, ocultaban unos 32 billones de dólares en refugios offshore” (Ídem, 2013).
Corrupción y capacidad estatal
Pero regresemos al debate que atraviesa hoy la opinión pública. Tomemos el caso paradigmático de la lucha contra la corrupción, la campeona olímpica de la denuncia, la señora Elisa Carrió. Ella cree que mediante un acto de fe que ella llama “contrato moral” y algunas medidas legislativas de tipo formales como la imprescriptibilidad de las causas por corrupción, se puede eliminar este fenómeno tan extendido. A su vez, la señora ha sido una defensora consecuente de los bancos y las administradoras de fondo de pensión en el debate parlamentario que finalizó con la nacionalización del sistema previsional, o de la “seguridad jurídica” de las empresas frente a lo que considera un avance del estatismo. La misma actitud, naturalmente, adoptó en el debate por la ley de medios y en la expropiación de Ciccone, entre otros. Su concepción es que la fuente de la corrupción es el poder despótico, el gobierno kirchnerista que “viene por todo” o “se lleva puesta la república”. Todo lo que fortalezca la capacidad estatal para regular o intervenir en las relaciones económicas es visto como un avance autoritario, por ejemplo, la resolución sobre la independencia del Banco Central que derivó en el 2010 en la rebelión y posterior renuncia de su entonces director, Martín Redrado. Año y medio antes, Elisa Carrió fue la abanderada de la defensa por parte de la Mesa de Enlace de la renta extraordinaria reclamada por la burguesía agraria, con el argumento de que ese dinero iría a “la caja” kirchnerista. Pero es justamente el debilitamiento de las estructuras del Estado las que favorecen su utilización instrumental y promueven la corrupción. El propio nacimiento de los estados en América latina estuvo marcado por esta debilidad. Esta carencia de poder infraestructural, entendida como la capacidad del estado para implementar realmente decisiones a lo largo de su territorio, independientemente de quien tome dichas decisiones, fue su marca de origen. Debilidad endémica en la presión fiscal-militar si se la compara con los estados europeos, baja tributación fiscal en la que los ricos virtualmente no pagaban impuestos, provincias gobernadas por medio de caciques y jefes locales, conformaron estados débiles. Las guerras fueron sobrellevadas mediante préstamos externos que generaron grandes deudas que gravaron el comercio exterior y generaron inflación crónica (Mann, 2004). Las oligarquías terratenientes sofocaron las presiones populares a favor de reformas agrarias y de mayor igualdad. Los patrones de desigualdad en nuestro continente aún persisten y es la más alta de todos los continentes, luego del hundimiento del estado benefactor en los años 70 y el auge del neoliberalismo. La descentralización practicada por el menemismo socavó la capacidad central de estado mientras favoreció los negocios de las burguesías locales, por ejemplo, en relación a la explotación petrolera y minera. Esta situación favorece la corrupción de elites locales en connivencia con empresas multinacionales. En los términos de Weber, los estados están plagados de incrustaciones patrimonialistas, lo que deja a los sectores populares con la única opción de participar de las redes corruptas del clientelismo. En la Argentina la situación endémica de corrupción es superior a la de muchos países de África y América latina con gobiernos menos democráticos y poderes infraestructurales menores. El peso de las profundas desigualdades que, aunque aminoradas por el crecimiento económico, aun persisten está por debajo de este fenómeno. En resumen, las políticas privatistas y de defensa de la independencia de la Banca Central que favorece un manejo restrictivo de la política monetaria, de acaparamiento de la renta sojera por parte de la burguesía agraria, denuncia del estatismo, defensa de la expansión monopólica de medios de comunicación, defensa de la libre disponibilidad y uso de la divisa, entre otras, debilitan el poder infraestructural del estado y favorecen, en vez de reducir como se piensa, el margen para el avance de negocios ilegales. Por eso, no hay “contrato moral” que valga ni leyes formales que, aunque indispensables, logren detener los casos de corrupción, que están inscriptos en el tipo de capitalismo dependiente y de un Estado debilitado por 20 años de neoliberalismo. El caso de Carrió recuerda al de Chacho Álvarez, que se transformó en la segunda fuerza política en el 96 como paladín de la lucha contra la corrupción. Pero su modelo económico era el de la convertibilidad con transparencia. Por eso, esa épica anticorrupción, ocultaba el contenido real de su programa, que terminó de expresarse en el gobierno de la Alianza cuando convocó, incluso convenció a De La Rua, de llevar a Domingo Cavallo al Ministerio de Economía. No hay que olvidar tampoco que fue el mismo Cavallo quién se hizo una carrera política en la Ciudad y sacó el 32% de los votos en parte denunciando el negocio IBM-Banco Nación, empresa que, dicho sea de paso, reconoció un mes atrás que está siendo investigada por hechos de corrupción en Argentina entre otros países.
Democracia y desigualdad
Enfocada desde el “contrato moral”, es decir, desde la honestidad personal de los gobernantes, el debate sobre la ética es profundamente despolitizadora. Exige de los gobernantes que se comporten como Antígonas, es decir, que sean excepcionales y superiores a la cultura que las rodea. Coloca las virtudes personales fuera del ámbito de la política, en el arte, las profesiones o el deporte, a los que se apela para que irrumpan en el campo político desprestigiado. La ética pública resulta así profundamente privatizada, pues se trata más de la naturaleza individual de los gobernantes, que de las políticas públicas a adoptar y cuyo resultado en términos de igualdad, democracia y participación podrían limitar el fraude y la corrupción. Mientras que la ética tiene que ver con cómo vivimos de manera más gratificante con los demás, la política tiene que ver con las instituciones que promoverán mejor esos fines (Eagleton, 2010). Por eso, el discurso anti-corrupción convencional, coloca, paradójicamente, el problema fuera del campo político, es decir en la moralidad individual, pues exige una ética de la honestidad mientras propone políticas públicas que destrozan a martillazos la ética de la solidaridad. Esa ética de lo común no puede desplegarse consistentemente en una sociedad profundamente desigual, económica como políticamente. Separa al ciudadano del hombre, lo disocia. Esta disociación lleva al moralista a poner la esfera política bajo sospecha y al emprendedor privado como víctima. Por eso Marx aunque festejó el advenimiento de la democracia burguesa advirtió, al mismo tiempo, que aquella separaba al ciudadano formal del hombre real y que así los hacía abstractamente libres e iguales. Peor aún, nuestra democracia vacía la política de participación popular y distancia al ciudadano, impelido a sobrevivir cotidianamente, de la vida política, dejada en manos de políticos profesionales.
Si las condiciones que generan hechos de corrupción no son individuales sino estructurales, lo que necesitamos es pensar el modelo económico y productivo y el régimen de toma de decisiones, es decir, la democracia. Un modelo basado en la explotación de recursos naturales para la exportación, de baja inversión industrial y tecnológica y por lo tanto de escasa movilidad, no contribuyen en el largo plazo a la integración social y la igualdad económica, una precondición para el ejercicio pleno de los derechos de ciudadanía.
Si la corrupción en los años 90 estuvo asociada a la privatización de empresas públicas, la actual se relaciona con la obra pública, las concesiones y los subsidios. Eliminar el fraude en este ámbito requiere en primer lugar desmantelar el negocio privado del que se alimenta. La nacionalización de la obra pública y de viviendas, la recuperación de vialidad nacional, el desarrollo estatal de construcciones en obra pública es una precondición para frenar el drenaje de dinero ilegal. Es verdad que en épocas anteriores, el negocio pasaba por los proveedores, pero se trata de un nicho acotado. Es ahí donde interviene el tipo de democracia que hay que poner en cuestión. El control popular de la obra pública, el presupuesto participativo con fiscalización vecinal, entes de control elegidos por voto popular con participación de la sociedad civil, consejos consultivos de vecinos con poder real, revocabilidad de mandatos, referéndums, son formas de democracia emergente, directa, de poder popular que pueden contrarrestar la tendencia permanente a la componenda entre contratistas y funcionarios y la evasión fiscal y que permiten la participación directa del pueblo en los asuntos públicos, lo que fortalece el carácter colectivo de la toma de decisiones, acotando las salidas individuales y creando una cultura popular de defensa de los bienes comunes.
Pero mientras la democracia siga asociada de manera unilateral al concepto liberal democrático, es decir, al respeto a la división de poderes y de la propiedad y libertad, y no al de soberanía popular, la democracia seguirá siendo el vehículo de las desigualdades sociales, limitando el derecho ciudadano de las grandes mayorías y asegurando a los grandes grupos concentrados los fundamentos sociales de donde brotan el fraude y la corrupción. Esa democracia fue también el vector por medio del cual se derrumbaron los pilares del estado de bienestar y la capacidad infraestructural del estado para controlar y limitar los negocios privados ilegales.
Resumiendo, los problemas de corrupción ventilados por la oposición de derecha son denuncias graves que deben ser investigadas, pero bajo el concepto del “contrato moral” ocultan el intento de desmantelar las moderadas reformas sociales que el kirchnerismo adoptó en materia económica, colocan la fuente del problema en la perversidad de los funcionarios y el estatismo autoritario, evitando poner en discusión el carácter estructural y sistémico de la corrupción en nuestro país y en los hechos refuerzan la concepción liberal de la democracia que deja afuera de la administración, ejecución, gestión y control de las políticas públicas a los sectores populares. A su vez, el tema es banalizado por el oficialismo que o bien lo niega o lo oculta bajo el pretexto de que se trata de acciones destituyentes. De esta manera evita el debate real sobre el origen prebendario del sistema de contratación y concesión de obra pública y subsidios y sobre el carácter formalista de una democracia representativa basada en políticos inamovibles y en la exclusión de las mayorías de la administración del Estado.
Por Jorge Orovitz Sanmartino
Bibliografía:
Astarita, Rolando (2013). Corrupción y capitalismo. En http://rolandoastarita.wordpress.com
Eagleton, Terry (2010). Los extranjeros. Por una ética de la solidaridad. Paidós, Madríd.
Michael Mann (2004). La crisis del estado-nación en América latina. Desarrollo Económico, Vol. 44, No. 174.