La burguesía y las calles. Una respuesta a Van der Kooy
Hace pocos días uno de los editorialistas centrales de Clarín escribió una crispada columna. Reclamaba/denunciaba allí la inconsistencia del gobierno de Cambiemos para resolver una tarea pendiente para el conjunto de la clase dominante: el control de la calle como síntesis concentrada de disciplinamiento de la protesta social
El tono amargo del artículo de Van der Kooy denota algo de desilusión y otro poco de impotencia de clase. Da la idea, en toda la columna, de ser un vocero orgánico de la burguesía, a través de uno de sus más potentes y leales medios, escéptico de su gobierno. El editorialista es muy preciso. Explica con referencias estadísticas, cotejando datos, que incluso comparativamente con el kirchnerismo -permisivo a los piquetes y las protestas- con Cambiemos las cifras son peores. Y traza una caracterización aguda del problema, explicando por el reverso de la trama, la situación crítica del poder para controlar la protesta social:
-Dice Van der Kooy que es un contrasentido, queremos limitar la protesta y “alimentar” a los movimientos sociales con millones de pesos en planes
-Explica que el presupuesto para el sector aumentó 20 % comparado con el kirchnerismo
-Se queja con más amargura de los piquetes -que no puede desconocer- de los vecinos, de los sectores medios en los barrios de CABA
-Adjetiva chicaneramente a los ministros de Cambiemos, con desprecio inocultable, de “gorriones y jilgueros”, como versión farsesca de los “halcones y palomas” del Pentágono
Y finalmente, recrimina que el presupuesto mínimo de todos en Cambiemos sea “evitar el choque cuerpo a cuerpo con los manifestantes”. Al editorialista le parece una aberración de notoria debilidad no reprimir. Se despide de sus lectores, haciendo nostálgica referencia “a los viejos camiones hidrantes, que nadie sabe por qué han caído en el olvido”.
En síntesis: todo un panorama del estado de opinión actual de la burguesía -preocupada- del país.
1982/2001: dos revoluciones que condicionan todo
El razonamiento burgués, el periodismo de los medios masivos capitalistas, es superficial porque tiene una estrategia: encubrir la esencia de los fenómenos que analiza y presentar aspectos parciales de la apariencia de las cosas. Es un rol político, de clase. El periodismo revolucionario, militante, el que intentamos practicar los socialistas, tiene el sentido opuesto: clarificar, descubrir, bucear en la profundidad de los fenómenos, integrar al análisis múltiples variables y ordenar las más destacadas para sacar conclusiones prácticas para la acción política de la clase obrera y la juventud. Este prolegómeno tiene un sentido metodológico para explicar tanto la preocupación burguesa “por el control de la calle” como la dificultad presente de disciplinar la protesta. Una primera obviedad: la hoja de ruta exclusiva de toda la burguesía es bajar el costo laboral, aumentar la productividad del trabajo, bajar los costos de los insumos básicos y recortar presupuesto social -liberando fondos para eximir impositivamente a las corporaciones y alimentar un nuevo ciclo de endeudamiento. Esa orientación, esa agresión planificada al movimiento obrero y el pueblo, provoca reacción social. La escala de esa reacción condiciona las relaciones de fuerza y por lo tanto, la concreción de las políticas públicas capitalistas, las políticas del gobierno nacional y las provincias. Por eso, recuperar la calle es condición necesaria para aplicar el plan capitalista que Cambiemos encabeza y que toda la superestructura política, sindical y mediática, sostienen.
La dificultad estructural para materializar esa hoja de ruta, es que no cuentan con un sistema político, un régimen en nuestro esquema de categorías, que le permita llevar adelante ese plan.
Todo el siglo XX fue un lento proceso de construcción en Argentina de un dispositivo combinado de dos regímenes políticos para sostener capitalismo y rentabilidad: dictaduras y bipartidismo. Esa dialéctica de coerción-consenso a partir de golpes de estado cuando la movilización amenazaba desbordar algún gobierno radical o peronista, represión selectiva y retorno democrático, funcionó hasta 1982. La última dictadura no solo fue reaccionaria como las anteriores, fue directamente contrarrevolucionaria, fascista. Aplicó un plan sistemático de exterminio de obreros, estudiantes, intelectuales y organizaciones de izquierda. Pero, a diferencia de las anteriores, no puede planificar de forma ordenada su retirada de escena, sino que la movilización independiente pos-Malvinas obligó a improvisar una retirada en crisis. Es decir: El fin de la dictadura fue una revolución democrática, en tanto que figuró un cambio abrupto de régimen político, pasando del fascismo a una democracia burguesa con las más amplias libertades de toda la historia moderna del país. Eso no fue un tributo de ningún partido burgués, fue una conquista de las masas movilizadas. Lo central es que la FFAA quedaron en una situación de desprestigio total en la población y sin margen para los capitalistas de utilizarlas como opción de poder, e incluso para reprimir categóricamente la protesta social en democracia burguesa. Esa realidad obligó a los capitalistas a abusar del recurso de la falsa alternancia radical-peronista que explotó en 2001 con la consigna de “qué se vayan todos”, sintetizando el avance de conciencia social que reconoció la falsa ilusión de que radicales y peronistas eran distintos. El bipartidismo centralmente, quedó en crisis integral. En el interregno hasta llegar a la actualidad, Duhalde probó en 2002 con reestablecer el orden capitalista en el espacio público, reprimió en Puente Pueyrredón, mató a Kosteky y Santillán y se tuvo que ir anticipadamente. El kirchnerismo leyó la etapa, aunque se planteó la misma búsqueda burguesa de recuperar las calles. Lo intentó cooptando organizaciones sociales y políticas, integrándolas al régimen, para aislar a las organizaciones que mantuvimos independencia. Reprimió selectivamente, pero tampoco le fue bien: las calles siguieron siendo nuestras. Entonces, Cambiemos tiene ahora el desafío de aplicar una hoja de ruta antipopular, con un pueblo que viene de una acumulación de conciencia democrática y social profunda, y que resiste. Por lo tanto, está condicionado no por la impericia ministerial de Bullrich o algún otro personaje, sino por un límite impuesto por la correlación social de fuerzas que impide reprimir o limitar el derecho a protestar. Por eso, difícilmente logren en lo inmediato “recuperar las calles”. No se avizora derrota probable en el corto plazo.
De la protesta a la propuesta: los desafíos para la izquierda anticapitalista
Una de las leyes fundamentales de la dialéctica explica que los procesos sociales son dinámicos, tienen movimiento. Que por lo tanto nada es estático en la realidad, y que lo que no avanza, retrocede. Nuestro enfoque teórico-político ubica la situación singular de Argentina, la crisis orgánica de su régimen político, en el desarrollo desigual del proceso revolucionario, de la revolución permanente. Es la resultante de la agresión ininterrumpida de la burguesía sobre derechos sociales de los pueblos -le llamamos “contrarrevolución económica permanente”-, para sostener niveles estándar de rentabilidad. La respuesta de las masas a veces, provoca revoluciones políticas, en los regímenes, no sociales en las relaciones de propiedad sobre los resortes clave de la economía capitalista.
La experiencia de las masas avanza, saca conclusiones. Pero Aunque tiene límites, llega hasta el positivo rechazo a dictaduras fascistas y bipartidismos de clase. Pero, no deriva mecánicamente en una salida global revolucionaria, que transforme de base la economía, la política, las relaciones sociales. Ese programa de transformaciones, para la acción consciente, lo puede aportar un colectivo militante organizado para luchar por esa matriz de ideas en cada lugar de trabajo, estudio o vivienda. Se trata de una institución política, no tradicional, de una clase antagónica a los capitalistas, para luchar por desplazar del poder político a los representantes del capital, para desde ahí, apoyada en la movilización autoorganizada de obreros, estudiantes, mujeres y sectores medios arruinados, provocar todos los cambios clave en la economía y todos los aspectos de la vida social. Eso es una revolución social. Esa institución indispensable es un partido revolucionario.
Nuestro planteo, como base para la construcción de ese partido, implica luchar por una combinación de causas pendientes de resolución desde el poder político. En materia democrática sería enjuiciar sin privilegios a todos los responsables militares, políticos, civiles, clericales del genocidio y el paramilitarismo previo de la Triple A. Implica disolver todo el aparato de inteligencia. Supone abrir todos los archivos de la última dictadura. Plantea desmantelar el aparato represivo. Esta hoja de ruta obrera y popular en el plano democrático, se combina con medidas sociales y económicas para responder a la miseria, la desocupación, la precariedad laboral en la juventud. Se integra también con planteos antiimperialistas vinculados a la independencia definitiva del país. E incluye medidas de transición al socialismo, como el control y planificación democráticos de toda la producción social por parte de los productores directos, los/as trabajadores/as.
En definitiva: la burguesía hoy no puede limitar la protesta, ni derrotar el proceso general de luchas. La ofensiva la tenemos en nuestra trinchera. Pero, como en toda guerra, es crucial aprovechar las coyunturas a favor y dar golpes definitivos al enemigo. Para eso se necesita organización revolucionaria, de militantes profesionales y conscientes de esta estrategia, de esta perspectiva. Nuestra construcción como MST apuesta a ese horizonte.
Mariano Rosa