Un acuerdo a la medida de Chevron
Un llamado a la defensa de la soberanía energética
Por Jorge Orovitz Sanmartino
La política petrolera ha sido desde principios del siglo XX un tema fundamental de la historia del desarrollo nacional. Tanto por sus implicancias estratégicas para el impulso industrial, que sólo se logra sobre la base de una robusta base energética; como para la soberanía nacional, ya que se trata de un recurso escaso, limitado y por el cual las grandes potencias lanzan guerras e invaden países; también lo es en relación a la distribución de la riqueza entre los distintos sectores sociales, por la puja constante en torno al reparto de la renta; y por último, por las implicancias ambientales que ha cobrado en las últimas décadas, producto de la urgente necesidad de abrir caminos alternativos en la búsqueda de energías renovables y limpias. En estos cuatro puntos fundamentales, el acuerdo con la norteamericana Chevron tiene implicancias regresivas para el país. El acuerdo está enfocado en la explotación de la técnica del fracking, lo que significa la adopción por parte de Argentina de la tecnología y la forma de explotación que quieren las grandes corporaciones petroleras norteamericanas. Se inscribe incluso dentro de la política geoestratégica norteamericana de promover este método en el mundo de la mano de sus empresas. Se mencionan las fuertes presiones del Departamento de Estado cuando Argentina negociaba con empresas chinas. Las corporaciones norteamericanas han impedido por todos los medios, incluso mediante el chantaje y el soborno, el impulso a nuevas tecnologías y energías limpias en todo el mundo, imponiendo la cultura de la energía fósil como si fuera inevitable y natural. Obligaron al gobierno norteamericano a rechazar el acuerdo de Kioto sobre reducción de emisiones de carbono, o la tecnología del auto eléctrico, o impusieron, mediante un fuerte lobby en el congreso norteamericano, la enmienda Hulliburton que permitió la utilización de químicos contaminantes en la explotación por el método de fractura hidráulica, que ha contaminado a poblaciones enteras en EEUU y por el que se ha declarado una moratoria en la utilización de este peligroso método en muchos Estados. Por lo tanto, el acuerdo orienta a YPF por el camino que pretende Chevron, dejando de lado la inversión para la explotación de petróleo convencional, por ejemplo las plataformas marítimas, y para la diversificación de las energías alternativas. Al concentrarse en el fracking sabemos desde hoy que YPF se desentiende de invertir en una nueva matriz energética, de las consecuencias ambientales y humanas de su aplicación y de la pesada carga que Chevron lleva tras de sí en su deuda ambiental con los pueblos amazónicos del Ecuador.
Además, las rentas sobre la exportación son apropiadas por la empresa, que sumada a la libre disposición de las divisas, bloquea la soberanía sobre la mitad de la producción, fomenta la fuga de capitales (el mismo gobierno acepta que en 8 años se recupera la inversión con lo que luego de ese período la fuga de divisas tenderá a profundizarse) y, al no cobrar retenciones sobre una poción de la exportación, bloquea la distribución de la renta para capitalizarla en la industria o distribuirla hacia el trabajo impulsando el consumo.
Se dice que este es el costo inevitable para recuperar la soberanía energética pues YPF no tiene el dinero suficiente para realizar las inversiones. Este argumento contradice todo lo dicho por la empresa y el gobierno en 2012, pues el plan preveía que un 68% de la financiación se realizaría con las propias utilidades y flujos de caja de la empresa, el 20% sería mediante financiación nacional, y sólo el 12% provisto por socios internacionales[2]. Incluso si fuera inevitable la toma de créditos internacionales, éstos podrían hacerse con bajos intereses, respaldado por el stock del carburante, y permitiría que toda la ganancia quedara en manos del estado nacional. Y sobre todo se podía avanzar por la vía de la integración energética latinoamericana con países de amplia experiencia y socios más fiables como Bolivia, Venezuela y Ecuador. Con la Chevron se abandona cualquier intento de avanzar seriamente por el camino de esta integración. La lógica de que los países del sur no tienen dinero suficiente para invertir por sí mismos es muchas veces un mito más conveniente para la situación de 1930 y 1940 que para el mundo globalizado de hoy con liquidez internacional creciente y sobreproducción.
Otro argumento es el de la incorporación de la nueva tecnología. Pero YPF ya explota esta técnica y extrae con ella diez mil barriles diarios y en todo caso, si se necesitara multiplicar la explotación, podría contratar dicha gestión y tecnología, en vez de entregar a cambio de ella el 50% de la explotación. La única razón de peso es el tiempo, pues con Chevron el flujo de divisas, que podría compensar la decreciente balanza comercial, se haría de manera inmediata, pero este razonamiento cortoplacista atenta contra la solución estratégica de los problemas. También en este aspecto es preferible, como se dijo, tomar crédito a bajo interés.
Vaca Muerta, se insiste, colocaría a la Argentina en una posición de exportador con renovada fuerza. Pero lo que debe discutirse es si ese es el rol que pretendemos para nuestro país, o más bien, queremos utilizarlo para las necesidades internas y guardarlo para las generaciones futuras, mientras se encara una transición planificada hacia nuevas energías renovables.
A pesar de que aún no se conocen los términos del contrato, trascendió que los tribunales arbitrales sobre diferendos del acuerdo serán extranjeros, específicamente norteamericanos y franceses, lo que lesiona la soberanía política y económica nacional, dejando al país a merced de fueros imperiales tal como se denunció en el tema de la deuda con los fondos buitres. Ahora, se insiste en repetir de manera contumaz la película del CIADI.
¿Qué otras sorpresas encontraremos en el contrato? Podemos prever que muchas, pues a diferencia de las grandes presentaciones y puestas en escena del año pasado con motivo de la nacionalización parcial de Repsol, o la importante apertura al debate sobre la ley de medios, esta vez el Poder Ejecutivo ha decidido primero avanzar en un nuevo marco regulatorio mediante decreto y no por ley, y en segundo lugar no dio a conocer los términos del acuerdo con la empresa. Los secretos de palacio nunca han llevado buenas noticias a las grandes mayorías.
Mientras se defendió la nacionalización parcial de YPF el año pasado, los argumentos a favor de la explotación nacional de los hidrocarburos brotaban por doquier, y se expresaron en la consigna de una empresa “100% nacional”. Ahora, Argentina parece impotente para realizar lo que viene haciendo desde décadas, la explotación del subsuelo para extraer petróleo. El año pasado, se podía conseguir recursos, ahora es imposible. Antes con nuestros técnicos y nuestra voluntad podíamos retomar el camino del autoabastecimiento, ahora no nos queda otra que depender de acuerdos leoninos con la más sucia y contaminante de las empresas.
No se trata de rechazar cualquier tipo de asociación para la explotación de un recurso, lo que está en discusión es si este acuerdo es favorable al país y si no se debía abrir el más amplio y democrático debate sobre el futuro de la política energética. En este debate también debe discutirse el ahorro de energía. Por caso, toda la inversión del primer año de Chevron, 1240 millones de dólares, equivale al monto que el país gastó en la compra de gas natural licuado en 2013 hasta el mes de mayo. ¿Estamos dispuestos al ahorro de recursos y a eliminar los subsidios a las clases medias altas para crear un fondo de fomento y desarrollo de la energía?
Cuando el gobierno nacional expropió las acciones de Repsol y se hizo con el control de la compañía apoyamos la medida. Era lo que veníamos reclamando desde hacía mucho tiempo. Pero también dijimos que lo hacíamos no porque estuviéramos conformes con la totalidad de las medidas adoptadas sino porque era un paso que permitía abrir el debate sobre la política petrolera. Lo apoyamos con severas críticas. En primer lugar al balance de la política petrolera desde el 2003, pues si es cierto que la privatización corrió por cuenta del menemismo, el kirchnerismo le dio continuidad e incluso, al pretender “argentinizarla” con el grupo Petersen, terminó por acelerar su desinversión y vaciamiento que devino en la dramática necesidad de importar cada vez más gas y otros combustibles. En segundo lugar, porque dejaba intactas las normativas sobre inversiones extranjeras de la época de la dictadura militar y de desregulación petrolera del menemismo. En su momento dijimos que: “Sobre el trasfondo del 51% de las acciones hay que avanzar de manera sistemática sobre la totalidad de la empresa para que pase a ser propiedad del Estado, con control social y de los trabajadores y avanzar hacia una política que contemple al 70% restante del mercado energético, hoy repartido entre un puñado de transnacionales como Total, Exxon, Chevron, Panamerican Energy o Petrobrás (la imagen misma del ejemplo para el gobierno de Cristina), que se están beneficiando, hoy en día y a cada minuto que pasa, del mismo régimen de dividendos, sobreexplotación y desinversión que Repsol”[3]. Y abrimos el interrogante sobre si en base a la renacionalización parcial se avanzaría por el camino de la soberanía nacional o se le entregaría para su explotación a otras corporaciones. Tenemos que decir que estamos más cerca de esta última opción que del “100% nacional”.
Ahora, queremos llamar a la reflexión a todos aquellos militantes o simpatizantes del gobierno que se han entusiasmado con aquella convocatoria de 2012 a la recuperación de YPF y que llevaban orgullosos escarapelas celestes y blancas en sus pechos. Hay que hacer como Arturo Jauretche y como John William Cooke, que le dijeron no incluso a Perón, y rechazaron en el Congreso la propuesta de asociación con la antecesora de Chevron, la Standard Oil. Hay que seguir por el camino de las convicciones. No importa del partido que sea ni las opiniones del pasado, hace falta demostrarle a la derecha reaccionaria que se frota las manos con este triunfo ideológico de que “no hay alternativa” a la Chevron, que sí la hay, que una política energética de la mano de nuestros hermanos latinoamericanos, de las inversiones del estado, de los técnicos e ingenieros de nuestro país, que diversifique y desarrolle energías renovables es posible. La derecha, por supuesto, hace demagogia con el peligro ambiental y las concesiones a la Chevron, pero lo hace explotando el punto ciego de la política neodesarrollista oficial, aquella que siempre deposita en manos de las grandes corporaciones, sean ellas Monsanto, Barrick Gold o Chevron, el destino del desarrollo nacional. En la hora actual, kirchneristas o no kirchneristas, es necesario mostrar el más amplio y macizo frente común en defensa de la soberanía energética y de la soberanía nacional. Reclamar una asamblea constituyente de la energía y la producción, para discutir democráticamente entre todos el destino que queremos darle a nuestro subsuelo, así como a los minerales y demás riquezas de nuestra tierra. Es necesario profundizar el debate entre todos los sectores que se reclaman nacionales y populares para exigir una revisión completa del decreto y de los acuerdos firmados y demostrar la viabilidad de política petrolera en un sentido latinoamericano, basado en la integración con Venezuela y otros países del ALBA y en la defensa del ambiente y las generaciones futuras.