Érica Soriano: el mismo amor, diferente justicia
Después de 18 años de proceso penal, el femicida Daniel Lagostena fue condenado a 22 años de prisión. La historia real detrás de la “historia de amor” y los claroscuros de la propia condena.
En la época moderna y de la mano de nuevos engaños del sistema patriarcal se ha forjado un modelo de afectividad llamado amor romántico. Éste se enraíza en la idea de vínculos monogámicos y relaciones estables que superan toda dificultad. Este modo de ver al amor ha dado lugar a innumerables mitos que invaden la creencia social, haciendo de las relaciones amorosas algo engañoso que a veces se convierten en verdaderas trampas mortales para las mujeres.
Uno de esos mitos es que “el amor todo lo puede”. Pese a la tentación que supone creerlo, la idea de que si en la relación hay amor es garantía para superar cualquier problema es absurda. Este mito funciona también en sentido contrario, llevando a pensar que “si hay problemas, no hay amor”.
A su vez el amor romántico incluye una cuota de amor a primera vista. Esta superstición abarca desde la creencia en el “flechazo” hasta la idea de que el azar propicia un encuentro entre dos personas destinadas a estar juntas. Y que ambas se complementan y son de exclusividad mutua, a menudo en un vínculo asimétrico y cosificado.
En este tipo de trampas solemos quedar atrapadas muchas mujeres, ya que desde pequeñas nos educan para esperar al “príncipe azul” que nos salvará de la soledad y de una sociedad que nos obliga a ir de a dos, binariamente. Pero ante la violencia de género y ante cada femicidio debemos obligarnos a desnudar ese entramado ficticio, enfermizo, que inicia como una mágica “historia de amor” pero a veces termina en muerte.
Nueve meses de drama
Érica Soriano (30) sentía que su relación con Daniel Lagostena (58) la angustiaba y le daba miedo. Pero apostaba a ese amor, que una y otra vez le prometía un final feliz. En 2010 Érica desapareció, dejando sus pertenencias y un rastro de dudas. Y si bien el cuerpo de la joven nunca apareció, para los jueces del Tribunal Oral en lo Criminal N° 9 quedó probado que Lagostena, quien estuvo en pareja con la víctima durante nueve meses, la asesinó y se deshizo del cadáver.
Así lo expresaron los jueces días antes de la condena, el 11 de julio de 2018. Para deshacerse del cuerpo, habrían sido clave los vínculos familiares de Lagostena con comerciantes vinculados al rubro funerario. “Yo no la maté. Ella se fue”, aseguró éste en su declaración. Pero no fue creíble: Érica se había ido dejando su ropa y sus pertenencias personales, llevando sólo su celular. Para lograr la condena fue clave una larga investigación, reactivada gracias a un billete de dos pesos que decía “Soy Érica Soriano y estoy en San Luis, ayuda!” y las llamadas de Lagostena al lugar donde apareció dicho billete.
La relación tormentosa entre Érica y Lagostena, con muchas amenazas por parte de éste, culminó abruptamente y nos dejó sin ella. Durante el juicio declararon entre 60 y 70 testigos. Varios aseguraron que Érica era hostigada y amenazada por su pareja, y que sufría reiterados episodios de violencia. Lagostena llegó al juicio detenido e imputado por homicidio en concurso ideal con aborto en contexto de violencia de género, ya que Érica estaba embarazada en el momento de su desaparición.
Según la investigación, cerca de la medianoche del 20 de agosto de 2010 Lagostena comenzó a intercambiar mensajes con su sobrino Brian Poublan (25), con quien hasta entonces no tenía un trato habitual. Otras llamadas a celulares vinculados al joven se registraron cerca de las 5 de la madrugada. Para la justicia, tales llamadas confirman el intento de ocultar el cadáver de Érica.
Una condena esperada, que llegó lenta
El 13 de julio, Daniel Lagostena fue condenado a 22 años de cárcel por el homicidio de Érica Soriano.
Los peritos que trabajaron en la casa encontraron, pese a que hacía 24 grados, la chimenea caliente y restos de poliéster que se correspondían con una bombacha. Por eso se presume que Lagostena quemó allí la ropa de su pareja. También hallaron una mancha de sangre bajo una mesita ratona, detectada con luminol, pero como había sido lavada sólo se pudo determinar que era sangre de mujer. Estos elementos, más el cruce sospechoso de llamadas, el negocio funerario de la familia de Lagostena y todo un historial de violencia dieron cuenta de cuál había sido el triste final para Érica.
A pesar de todo este relato, pasaron 18 largos años desde el femicidio hasta lograr la condena. Su familia organizó marchas pidiendo justicia y hubo escraches en la casa de Lagostena y en la funeraria de su familia. En el proceso penal tampoco se aplicó la normativa sobre femicidios, por ser posterior al asesinato. Y el homicidio se consideró agravado por un controversial aborto en contexto de violencia de género, no por su muerte por ser mujer.
Si bien la familia de Érica anhelaba saber dónde está su cuerpo, cuestión que no se pudo resolver, quizás pueda encontrar algo de sosiego en esta condena. De todos modos importa analizarla a la luz de la coyuntura social, de la certeza de esa relación tóxica y violenta que tenía a Érica como víctima y de todas las acciones de Lagostena y su familia para ocultar el cadáver de la joven. Aun con todos esos elementos, la sentencia recién llega 18 años después.
Qué justicia necesitamos
Desde ya, la condena de Lagostena es mejor que la libertad de la que gozan muchos femicidas. Pero cabe preguntarnos qué justicia queremos y con qué criterios los tribunales condenan o absuelven y bajo qué argumentos.
Desde el movimiento feminista, así como desde Juntas y a la Izquierda y el MST, reclamamos una justicia con perspectiva de género. Para eso no basta con incluir frases tipo contexto de violencia de género. Menos aún si consideramos los plazos y tretas procesales, la dilación de muchas causas y la culpabilización de las víctimas.
La justicia es una institución de este sistema capitalista patriarcal. Como tal, se sustenta y reproduce tanto los criterios de la propiedad privada como los de construcción patriarcal de los vínculos, estereotipos y relaciones de poder. Es decir, tiene la marca de clase y de género del modelo dominante. Además, sus jueces y juezas son vitalicios, con sueldos de privilegio y son designados y removidos a través de pactos del poder político, por lo cual se encuentran supeditados a él.
Por lo tanto, una reforma para democratizar realmente la justicia y hacerla independiente debe incluir la elección de los jueces y fiscales por voto popular, con mandatos limitados y revocables, los juicios por jurados populares con vecinas y vecinos sorteados del padrón electoral y también, obviamente, la paridad de género y la perspectiva de género en todo el sistema judicial. De ese modo, habrá una justicia más proclive a integrar en todos sus estamentos la mirada social y de género.
La reciente condena a Lagostena no nos debe ocultar la repudiable absolución a varios imputados por el femicidio de Natalia Melmann o la condena máxima y en tiempo exprés a Nahir Galarza. Una mirada judicial diferente hubiera podido condenar a Nahir, por ejemplo, pero sin demonizarla como lo hicieron. Según un estudio de abogadas feministas, sólo el 30% de los femicidios tienen condena, suelen no ser a la pena máxima y los tiempos procesales son más dilatorios cuando la víctima es una mujer.
Si bien desde 2012 la figura del femicidio como agravante vino a compensar en parte esa desigualdad social, hasta que no se logre una transformación radical la justicia seguirá careciendo de una real perspectiva social y de género que se exprese en su composición y en su funcionamiento cotidiano.
El movimiento feminista atraviesa nuevos desafíos. Sin duda, una de las metas planteadas es democratizar a fondo la justicia y dotarla de perspectiva de género. Por eso seguiremos luchando.
Andrea Lanzette