“Somos las nietas de aquellas brujas que no pudieron quemar”

 

“No dejarás que la bruja viva” (Éxodo, 22.18)

“Fue precisamente en las cámaras de tortura y en las hogueras en las que murieron las brujas donde se forjaron los ideales burgueses de femineidad y domesticidad” (Silvia Federici)

Para hablar de la relación de las mujeres y la Iglesia Católica, es necesario hacer referencia a un episodio sumamente violento y significativo de la historia: el de la Inquisición y la quema de brujas.

En 1484, el Papa Inocencio VIII le declaró la guerra a las mujeres proclamando a la brujería como “una conspiración del demonio contra la paz y el orden común del Santo Imperio Cristiano”. Con esta declaración institucionalizó los casos de caza de brujas que ya sucedían desde 1450 en Europa, y que continuaron hasta 1750. La Inquisición asesinó a quienes cuestionaran el orden establecido y sus víctimas fueron mayoritariamente mujeres. Se calcula que fueron quemadas entre tres y nueve millones.

Esta matanza se produjo en el momento de transición entre el fin del feudalismo y los inicios del capitalismo, al mismo tiempo que el exterminio de los pueblos originarios en América y la trata de esclavos. Fue un método de control social utilizado por los Estados y la Iglesia, a través del cual cada caso era presentado como ejemplo disciplinador para quienes se atrevieran a cuestionar el orden social y religioso vigente. La persecución y quema de brujas tuvo un gran impacto en el desarrollo de países que se conformaban como Estados nacionales modernos. Fue, como dice Silvia Federici, una guerra contra las mujeres, un intento de degradarlas, demonizarlas y destruir su poder e influencia social.

¿Por qué querían destruir su poder? Porque las mujeres eran poderosas.

Las “brujas” eran las chamanas de la antigua Europa, herederas culturales y espirituales de las civilizaciones previas al cristianismo. Tenían el monopolio o gran poder sobre la justicia, la curación y la obstetricia. En este último caso continuaron teniendo el monopolio hasta la Edad Moderna incluso, porque para los médicos varones y el clero era tabú tratar cualquier tipo de “trastorno femenino”.

Hasta el siglo XV los hechizos, conjuros y curas con hierbas, transmitidos de generación en generación, eran la única medicina al alcance del pueblo. La Iglesia evitaba la asistencia médica a los sectores pobres porque consideraba que sus enfermedades eran causadas por posesiones diabólicas y sólo había que rezar y exorcizarlos. Mientras tanto, los nobles y la jerarquía eclesiástica sí accedían a la medicina a cargo de varones y sacerdotes.

Las brujas, curanderas y sanadoras no fueron desplazadas por ser ignorantes. Todo lo contrario: tenían una sabiduría igual o superior a los médicos. Los varones que aprendieron de ellas podían ejercer libremente, mientras que a sus maestras las perseguían. En 1322 una mujer, Josefa Felicie, fue arrestada en la Facultad de Medicina de la Universidad de París por ejercer la medicina, aunque en el informe consta que “era más versada en el arte de la cirugía y medicina que el mejor médico graduado de la ciudad”.

La medicina oficial estaba custodiada por el clero y no podía contradecir los sacrosantos principios de la Iglesia Católica.

Mientras los médicos no podían experimentar en el cuerpo de los enfermos por prejuicios religiosos y estaban muy limitados en sus prácticas, las comadronas y curanderas impartían toda la sabiduría ancestral, basaban sus curas y remedios en la experimentación y efectivamente sanaban a los enfermos. Por esa diferencia se decía que ellas tenían un poder inexplicable, que fue considerado maléfico.

Esta diferencia entre el oscurantismo y la cientificidad se puede ver hasta hoy. No es necesario retroceder hasta la Edad Media para escuchar a personajes como el doctor Abel Albino decir irresponsablemente que el preservativo no protege de nada. La Iglesia tiene un largo recorrido histórico, de siglos, en priorizar las creencias y dogmas religiosos antes que la verdad y el conocimiento científico.

Las mujeres que fueron perseguidas, torturadas y quemadas en la hoguera también fueron condenadas porque conocían y enseñaban a otras mujeres a controlar su sexualidad y su destino, lo que para la Iglesia era imperdonable. La sexualidad, el deseo y el goce femenino eran castigados. En contraposición, se impuso un modelo de mujer casta, virgen, pura, al servicio del deseo y como propiedad del hombre.

Otro de los motivos por los que fueron perseguidas fue por tejer y mantener redes sociales que en muchos casos organizaban rebeliones campesinas en contra de la apropiación de tierras, el cobro de elevados impuestos y demás imposiciones en nombre del “reino de Dios en la tierra”. El pueblo desconfiaba del doble discurso de la Iglesia, ya que a los campesinos les decía que había que llevar una vida despojada mientras el clero vivía entre lujos y privilegios. Los juicios a las brujas fueron de gran rédito económico para la Iglesia Católica, que se apropiaba de los bienes que confiscaba a las mujeres acusadas.

Desde 1750 ya no se registraron quemas de brujas, pero la Iglesia continúa hasta hoy tomando postura activa en contra de las libertades y derechos de las mujeres y también de las disidencias. La Iglesia cumple un rol fundamental en la imposición de un modelo binario que oprime y limita, que reproduce un orden desigual e injusto. Por eso ante cada conquista o cada avance en la autonomía e igualdad, la Iglesia se posiciona en contra de nuestros derechos. Así lo hizo al rechazar la abolición de la esclavitud en 1853; la educación común, obligatoria y gratuita en 1884; el matrimonio civil en 1888; el voto femenino en 1947; el uso de pastillas anticonceptivas desde los años ’60; la ley de divorcio en 1987; la ley de salud reproductiva en 2002; la educación sexual integral en 2006; el matrimonio igualitario en 2010, la ley de identidad de género en 2012, y el aborto legal hoy.

Dicen defender la vida, pero no la de las “brujas” que quemaron en la hoguera.

Dicen defender la vida, pero no la de las personas detenidas, desaparecidas, torturadas y asesinadas por las dictaduras latinoamericanas que en muchos casos apoyaron y hasta bendijeron.

Dicen defender la vida, pero no la de les niñes que sufren abusos por parte de miembros pedófilos de la Iglesia que son protegidos por ella y, en muchos casos, trasladados a otras ciudades donde de nuevo se los ubica junto a menores

Dicen defender la vida, pero no les importan las mujeres que mueren por abortos clandestinos.

Dicen defender la vida, pero consideran enfermas y discriminan a las personas de la diversidad y la disidencia sexual.

La historia de la relación entre la Iglesia y las mujeres es una historia de persecución y disciplinamiento al servicio del privilegio masculino y del modelo de familia hetero-normada que el capitalismo necesita y el patriarcado sostiene. La guerra contra las brujas sentó las bases del modelo de mujer que nos imponen hasta hoy: el de la maternidad obligatoria, la sumisión y obediencia, la culpa y castigo por el goce de nuestra sexualidad. Un modelo de femineidad totalmente coartado y al servicio de la dominación patriarcal. Es ese modelo el que carga sobre nuestras espaldas el trabajo de cuidados como “atributo natural” y el que nos condena a la opresión y a la explotación.

Pero la historia también está llena de brujas rebeldes, luchadoras valientes que con convicción y coraje enfrentaron y enfrentan al orden establecido. Por eso las protagonistas de la revolución feminista que hoy recorre el mundo somos las nietas de aquellas brujas que no pudieron quemar. Y estamos decididas a dar pelea hasta que capitalismo y patriarcado caigan juntos y conquistemos el mundo de iguales que soñamos y merecemos.

 

Guadalupe Limbrici,

Juntas y a la Izquierda – Córdoba

Fuentes:

  • Gamba, S. B. (coordinadora). (2009). Diccionario de estudios de género y feminismos. Buenos Aires: Editorial Biblos.
  • Federici, S. (2010). Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria. Madrid: Traficantes de sueños.